Observatorio Latinoamericano Nº 3 «Dossier Guatemala», agosto de 2010

La carreta llega al pueblo rodando un paso hoy y otro mañana. En el apeadero, donde se encuentran la calle y el camino, está la primera tienda. Sus dueños son viejos, tienen güegüecho1, han visto espantos, andarines y aparecidos, cuentan milagros y cierran la puerta cuando pasan los húngaros: esos que roban niños, comen caballo, hablan con el diablo y huyen de Dios. La calle se hunde como la hoja de una espada quebrada en el puño de la plaza. La plaza no es grande. La estrecha el marco de sus portales viejos, muy nobles y muy viejos. Las familias principales viven en ella y en las calles contiguas, tienen amistad con el obispo y el alcalde y no se relacionan con los artesanos, salvo, el día del apóstol Santiago, cuando, por sabido se calla, las señoritas sirven el chocolate de los pobres en el Palacio Episcopal.
En verano, la arboleda se borra entre las bojas amarillas, los paisajes aparecen desnudos, con claridad de vino viejo, y en invierno, el río crece y se lleva el puente.

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