Simón Rodríguez
Nuestro epígrafe al Boletín, N° 1, agosto de 2023
“La América española es original, originales han de ser sus instituciones y su gobierno, y originales sus medios de fundar uno y otro. O inventamos, o erramos”, afirmó Rodríguez en un libro que, como tantos de su tiempo en Nuestra América, fue más conocido por su publicación por fragmentos en la prensa periódica que por la circulación de ejemplares en forma de libro. Aquella prensa periódica que Bolívar nombrara “la artillería del pensamiento”. El libro se tituló Sociedades Americanas en 1828, cómo serán y cómo podrían ser en los siglos venideros. La frase “Inventamos o erramos” es hoy mucho más famosa que el título.
Rodríguez nació en 1769. Fue parte de la misma generación que Manuel Belgrano, Jacobo de Villaurrutia y otros hombres letrados que en el último período hispano colonial adquirieron, extendieron y difundieron las ideas de la ilustración, la economía fisiocrática y la confianza en la educación como vehículo fundamental de la reforma de la moral y las costumbres. Y luego se hicieron parte, casi todos ellos, del proyecto independentista y la construcción de las nuevas naciones.
Educador desde muy joven, Rodríguez tuvo entre los niños bajo su tutoría a Simón Bolívar. De adulto, el libertador lo llamó, en numerosas ocasiones, “mi maestro”, el que “enseñaba divirtiendo”, y a quien convocó para integrar sus gobiernos patrios en Perú y la naciente Bolivia. Sus métodos de enseñanza muestran desde aquella juventud una temprana ruptura con las concepciones acartonadas y autoritarias de la pedagogía de niños en el siglo XVIII, más aún en tierras hispano coloniales.
Rodríguez no tuvo participación directa en las guerras de independencia, pero su destierro por un cuarto de siglo se inició huyendo de la persecución española en 1797, acusado de integrar el preindependista movimiento de Gual en su Venezuela natal. El destierro lo llevó a Jamaica.
Luego, a Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. En Estados Unidos recaló en Baltimore, puerto de salida de la producción tipográfica de Filadelfia que pondría a Estados Unidos a la vanguardia de la industria de la imprenta. Allí, trabajando como cajista tipográfico, obtuvo una formación cuyos aprendizajes lo acompañaron toda su vida y aplicó en sus técnicas de escritura y de enseñanza. En 1804 se reencontró con Bolívar -ya de 21 años- en París, y le acompañó cuando el futuro Libertador formuló en el Monte Sacro, en Roma, su juramento de entregar su vida a la causa de la independencia americana, el 15 de agosto de 1805. Recordaría el hecho, sin alardes propios, en un libro escrito muchos años después.
Recorrió Europa desde Inglaterra hasta Rusia, antes de retornar en 1823 a su América, donde habitó Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Bolivia. “Permanecí en Europa más de veinte años; trabajé en un laboratorio de química industrial, en donde aprendí algunas cosas; concurrí a juntas secretas de carácter socialista; vi de cerca al padre Enfantín, a Olindo Rodríguez, a Pedro Leroux, y a otros muchos que funcionaban como apóstoles de la secta. Estudié un poco de literatura; aprendí lenguas y regenteé una escuela de primeras letras en un pueblecito de Rusia. En eso de primeras letras ya me había ejercitado un poco durante mi juventud, dando lecciones a ese hombre a quien se admira tanto, cuando él era un despabilado rapazuelo. Por eso seguramente se dice que fui su ayo; pero más que maestro, aseguro que fui su discípulo, pues por adivinación él sabía más que yo por meditación y estudio” (cit. Por André, 1954, p. 187).
Había usado un seudónimo durante todo su destierro. En América volvió a ser Simón Rodríguez.
En el año del triunfo de Ayacucho, en 1824, instaló en Colombia su “Escuela-Taller”. Luego fue Director de Educación Pública, Ciencias, Artes Físicas y Matemáticas en Perú, y Director de Minas, Agricultura y Vías Públicas en Bolivia. No logró replicar su Escuela Taller a escala de toda Bolivia por diferencias con el presidente Sucre y roces con el clero tradicional, que lo obligaron a retirarse del país.
Continuó enseñando en Perú, Chile y Ecuador. Publicó trabajos en periódicos de los tres países, pero se dedicó fundamentalmente a la enseñanza. Laicista y naturalista enfrentado con las costumbres eclesiásticas tradicionales, aun así, en su vejez ocupó tareas de sacristía y jardinería en una casa cural en Amotape, Ecuador, y se mantuvo apartado de la política facciosa que asoló los países sudamericanos en su generación. Falleció durante un viaje a Lima, en febrero de 1854.
Cien años más tarde, su cuerpo fue repatriado y descansa en el Panteón Nacional, en Caracas.
No escribió mucho y gran parte de sus escritos se perdió en un incendio en Quito. Pero su obra y su impacto perduran y resultan inspiradores tanto en su propuesta pedagógica como en su reclamo de una construcción de pensamiento y acción originales para América. Su pedagogía del estímulo del niño curioso, crítico, “preguntón” y su esperanza puesta en el pensamiento americano original son consistentes entre sí. Soñó, como una generación más tarde lo haría Sarmiento en Argentina, con la colonización agrícola y el parcelamiento que produjese una amplia clase media rural y de pequeños pueblos. Pero a diferencia del argentino, no veía necesario que el colono fuese europeo en desprecio de la condición originaria y mestiza. Rodríguez imaginaba colonizar toda la América con protagonistas americanos.
La educación popular complementaría el plan. Promovió en ese marco la integración de escuela y fábrica, la enseñanza bilingüe en castellano y en lenguas indígenas, y el fin de todo oscurantismo.
Entre sus escritos más conocidos destacan el mencionado Sociedades americanas … (1828), El Libertador del Mediodía de América y sus compañeros de Armas (1830), Reflexiones sobre los defectos que vician la escuela de primeras letras en Caracas, y medio de lograr su reforma por un nuevo establecimiento (1794, no publicado en vida), Extracto sucinto de mi Obra sobre la Educación Republicana (3 artículos) (Bogotá, El Neo Granadino, 1849), Consejos de amigo dados al Colegio de Latacunga (Latacunga, 1851).
Julio Moyano